Érase una vez un país cansado de la guerra y con profundos problemas económicos; eran los días del desempleo, de las ejecuciones hipotecarias y las familias en la calle. Era el fin de una era: Estados Unidos entraba en recesión, pero seguía haciendo de cancerbero del planeta.
Personajes como George W. Bush, Dick Chenney, Donald Rumsfield chorreaban sus sílabas en las páginas de los pasquines que enfrentan -casi interminablemente- a los ultraconservadores con los libertarios de la política progresista estadounidense. A la vez, un incipiente movimiento social denominado ‘Occupy’ empezaba a dar forma a la voz del 99 %.
En enero del 2009, un intenso invierno azotó la ciudad de Washington D.C., en Independence Avenue, una blanca capa de nieve creaba la impresión de una alfombra de renovación; millones de estadounidenses celebraban la flamante presidencia del ‘hombre del cambio’, Barack Obama, ‘si se puede, si se puede’... Pero, no se pudo... No se pudo.
Obama había llegado a la Oficina Oval con promesas de todo tipo: Según él, se cerraría la cárcel de Guantánamo y se detendrían las torturas; según él, habría una reforma migratoria en su primer año de gobierno, a la vez que terminaría el infierno de las deportaciones.
Según él, habría una reforma de salud de corte social para los estadounidenses; según él, acabarían el desempleo, la recesión, las ejecuciones hipotecarias. Según Obama, las tropas iban a regresar de Irak y Afganistán, dando término a dos conflictos que desangraban las arcas de la nación.
Pero lo que más duele, no son las promesas incumplidas, sin la traición. Y es que Obama es negro, pero piensa como blanco: Durante dos periodos en la Casa Blanca, su gobierno ha continuado siendo el ‘agente/socio’ de WallStreet y del capitalismo bancario sionista.