A la hora de hacer la lista de cosas detestables, cada uno tenemos la nuestra.
Los hay, por ejemplo, que abominan de los que aparcan el coche ocupando dos sitios.
Hay quien detesta a los caraduras que van por debajo de la cornisa cuando llueve y llevan paraguas.
O abundan quienes no soportan a los que se te plantan detrás y miran la pantalla, cuando estás escribiendo en el ordenador.
Yo, además de los bancos y el turrón de chocolate, tengo entre ceja y ceja a los sindicatos.
Y ya no porque los liberados sindicales sean unos vagos redomados, los del comité de empresa sólo busquen su beneficio personal y los gerifaltes empujen muy chulos a la gente a la huelga, blindados como están contra el despido.
Mi manía a los sindicatos es anterior incluso al escándalo de los EREs andaluces o a la certeza de que muchos de sus dirigentes se lo llevan crudo.
Tiene que ver con la falta de moralidad, de coherencia, de dignidad y principios.
Y en ningún lugar queda eso más patente que en Cataluña, donde UGT y Comisiones Obreras se han convertido en los palanganeros del separatismo, los dóciles sirvientes que limpian los zapatos de los xenófobos nacionalistas, a cambia de una caricia en el lomo y unas monedas en forma de subvención.
Este 18 de diciembre los sindicatos ‘de clase’ van a formar parte de la manifestación supremacista que el independentismo organiza en Barcelona, para linchar otra vez al crio de cinco años que quiere estudiar algo en español y cuya hostigada familia sólo reclama que se cumpla la Ley.
UGT y CCOO marchan abrazados a los que, como Ómnium Cultural, la ANC, ERC o la CUP proclaman que los catalanes que no son independentistas pertenecen a una raza inferior que hay que erradicar de Cataluña.
Y para que no se sientan mal, Pedro Sánchez les acaba de invitar a tomar café en la Moncloa y les ha anunciado que les va a dar un montón de millones de los fondos europeos para que mejoren la calefacción y el aire acondicionado de sus sedes.
Por cierto, que el socialista Sánchez sigue sin decir ni mus sobre Plásticas Palybol SL, la empresa vinculada a su familia, que cuando él llegó a la Moncloa no ganaba un euro y ahora factura más de tres millones y recibe subvenciones a manta.
Es el milagro socialista de los panes y los peces en versión plástico.