Ya no hay gente en el exterior de la embajada de Brasil, salpicada de restos de la batalla por el desalojo de los seguidores de Zelaya. Militares y policías de élite hondureños vigilan el recinto. Un sonido estridente provoca la irritación de los que aguantan al otro lado del muro protector. Dentro, cada vez hay menos gente. La falta de agua, alimentos e higiene les ha disuadido. Llegamos a una sala principal y allí está el inquilino de la embajada, Manuel Zelaya. Dice un sacerdote que le acompaña que no duermen por seguridad. Una cabezadita, sí, pero con las botas puestas, vestido, con las piernas sobre una silla, bajo el mapa de Brasil y junto a la bandera de Honduras. Se cumplen dos días desde la llegada del presidente Zelaya a la embajada de Brasil.