Los sucesos acaecidos desde el pasado 21 de marzo de 2021, cuando se registró el primer enfrentamiento entre grupos guerrilleros y la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, en La Victoria, estado Apure, revivieron la tensión de las complejas relaciones entre la diplomacia venezolana y colombiana.
El combate representa un punto de inflexión para la entrecomillada “paz” en la frontera colombo-venezolana, impregnada por bandos difusos de la guerra en el vecino país, históricamente camuflado en la porosa frontera binacional operando simultáneamente en ambos trechos del corredor fronterizo vulnerando los derechos humanos de la población, producto de la influencia de las fuerzas paramilitares que subvierten la gestión legítima de las autoridades en estos territorios.
Para contrarrestar esta situación de conflictividad territorial, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro ordenó radicalizar la Operación Escudo Bolivariano y prometió "cero tolerancia" con los grupos armados que vulneran la soberanía territorial del país. Maduro y sus colaboradores responsabilizan al mandatario colombiano, Iván Duque, de abandonar a conciencia la zona fronteriza, aunque para Duque y retórica “uribista” descarga toda la culpa en las autoridades venezolanas por presuntamente colaborar con las guerrillas, un discurso preparado desde Washington para la Casa de Nariño y sus aliados en la región, especialmente desde los medios hegemónicos al servicio del establishment.
Los sucesos en Apure, incluyendo el desplazamiento circunstancial de venezolanos y colombianos habitantes del lado venezolano a Arauquita (Colombia), sirvieron de cortina de humo para encubrir comunicacionalmente los embates que sufre el uribismo, recientemente, por los señalamientos de Salvatore Mancuso quien denunció a militares colombianos plegados a los dictámenes de Uribe de crear los ejércitos paramilitares.
La militarización extrema de Colombia, con el apoyo del gobierno de los estados unidos, condujo al desplazamiento de millones de personas de comunidades vulnerables, derivando también en el asesinato sistemático de cientos de sindicalistas, periodistas y defensores de los derechos humanos. Tras el desarme de las FARC-EP, el conflicto también se ha trasladado a la continuidad de mafias de tipo paramilitarizadas autodeclaradas como abiertamente antiguerrillas, antiizquierda, antichavistas y anticomunistas.
Otro fenómeno obedece al surgimiento de una “paraeconomía” entre los nudos fronterizos de Colombia y Venezuela, que es el reflejo de una contracultura económica, ligada a actividades derivadas del narcotráfico y el paramilitarismo, como el lavado y legitimación de capitales; estos últimos registrados con gran énfasis por las propias autoridades colombianas desde los años 80 y 90 del siglo pasado. Según datos de Naciones Unidas contra el Crimen Organizado (UNODC) se habla de unos 12.700 millones de dólares que cada año fluyen en Colombia, generados a partir de las actividades del narcotráfico.
Un secreto a voces que evidencia la relación simbiótica que existe entre el dinero generado por las drogas en Estados Unidos, y el rol de Colombia como un puerto seguro para el lavado de esas ganancias, y donde la posición de autodeterminación de Venezuela, resulta un verdadero escollo para esta ecuación delictiva.