El moderado triunfalismo y la recobrada confianza impregnan una fiesta que se celebra hasta el jueves en la Convención Nacional Demócrata y que hasta hace no tanto se asemejaba más bien el anuncio de un funeral. La ciudad de Chicago, armada hasta los dientes, acoge a más de 50.000 asistentes, entre políticos, manifestantes por la guerra de Gaza, voluntarios, tiktokers, estrellas del entretenimiento, periodistas y los 4.500 delegados llegados de los 50 Estados y de los territorios asociados y de ultramar.
Todos ellos deambulan por las decenas de calles cortadas como en una película posapocalíptica en torno a los dos escenarios principales: el viejo estadio de baloncesto de los Chicago Bulls, donde se celebra cada tarde-noche la convención propiamente dicha con sus discursos en cadena y su júbilo sin fin, y un gigantesco auditorio que escapa a la escala humana y en el que las diferentes agrupaciones del partido ―caucus, en la jerga política local― celebran por la mañana sus reuniones.