Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Os aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios».
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con vosotros!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío». Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos».
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Entre la estrecha calle que conduce al Monte Sión, junto a la Basílica de la Dormición, surge el Cenáculo, lugar donde los discípulos prepararon la Pascua. Y es siempre en este mismo lugar, donde los Apóstoles se reunieron cincuenta días después. Y aún aquí, en este mismo lugar, se celebra la memoria del descenso del Espíritu Santo
El Jueves Santo y el día de Pentecostés son los únicos en los que los frailes de la Custodia de Tierra Santa tienen permiso para celebrar dentro de este lugar con una historia tan compleja y una tradición antiquísima.