Colombia ostenta una clase dirigente con vocación aniquiladora. Han demostrado tener pocos o ningún escrúpulo a la hora de aumentar y conservar sus privilegios políticos y económicos, a expensas de la sangre de su propia gente, a la que desprecian profundamente y sobre la cual han ejercido violencia sistémica y organizada por siglos. La oligarquía tradicional supo incluso adaptarse al surgimiento del narcotráfico y del paramilitarismo, y, a pesar de la amenaza no se vio eliminada ni completamente suplantada, ya que –como postulan algunas fuentes académicas en Colombia – lo que se presentó fue un proceso de dilución, una suerte de adecuación de las viejas estructuras del estado oligárquico a las nuevas y más violentas formas de ejercicio del poder planteadas por el narcotráfico (nueva oligarquía), ahora en posesión de dinero, territorios y control de poblaciones que se convirtieron en base electoral para negociar con la clase política «tradicional» y las instituciones del Estado.