Hace un año había quebrado la niña bonita de Wall Street. La estampida de los ejecutivos de Lehman Brothers anunciaba la caída de un castillo de naipes llamado economía global. Se destaparon las vergüenzas de un sistema que había acumulado riquezas a golpe de especulación sin control. El pánico provocó derrumbes históricos en las bolsas y, sobre todo, dinamitó la confianza en el sistema. Ni los bancos confiaban en la propia banca. Empresas y consumidores llevaban décadas funcionando a golpe de créditos pero, de repente, se había cerrado el grifo de los préstamos. La sangría hundió a decenas de colosos empresariales por todo el mundo e incluso desmanteló el negocio montado durante 20 años por el mayor ladrón de guante blanco de la historia. Un terremoto que derrumbó el consumo y sin el gasto de las familias no carburan las economías actuales. No podía repetirse otra caída libre como la de Lehman Brothers. Desde entonces el Estado ha tenido que poner en marcha sus máquinas de hacer dinero para salir al rescate de decenas de banco y, de paso, nacionalizar un mundo dominado durante 30 años por las privatizaciones. Desde entonces se han celebrado dos cumbres del G20 y varias reuniones a la desesperada. Los tipos de interés nunca habían estado tan bajos en Europa y Estados Unidos. Un año después varias economías ya hablan de recuperación. Pero la mayoría de los errores siguen sin corregirse. El tiempo dirá si la purga de los últimos meses puede volver a repetirse.