Hay cuando menos dos puntos de vista para juzgar la legalización del cultivo de la mariguana en varios países del mundo. Por un lado, el comprobado uso medicinal de la planta y por el otro, la búsqueda de reducir su consumo recreativo cuando deje de ser un producto prohibido por la ley.
Desde donde se quiera ver, el cultivo de esta polémica planta atrae la atención de países y grandes conglomerados empresariales, tantas como para convertirse legalmente en un campo para inversionistas en más de media docena de naciones que aprueban su uso medicinal. Componentes químicos extraídos del cultivo –el THC (tetrahidrocannabinol), por ejemplo, un poderoso analgésico y antioxidante- están siendo utilizados por una creciente industria controlada que capta inversiones de varios miles de millones de dólares en plantaciones en algunos regiones del mundo. Sin duda, un negocio suficientemente fuerte que deja ver una gran oportunidad de producir más rendimientos legales que cualquier cultivo agrícola en el mundo de hoy.
Pero en contraposición y eso es sumamente alarmante está la conceptualización de que el consumo recreativo de esta planta no tiene consecuencias negativas para la salud, un tema que seguirá siendo campo de controversia. El consumo recreativo aun crece en los lugares donde se legalizó, con lo cual se contradice la idea de inhibir su consumo y producción al hacerlo legal. En los estados norteamericanos donde el uso recreativo de la mariguana está autorizado, el consumo creció un 2.2% en los últimos 12 años, mientras que en los que no lo han legalizado, creció hasta 3.6%, según un articulo publicado a finales de octubre por el diario español El Mundo.
La controversia es inevitable. Para naciones latinoamericanas, la mariguana es un producto vinculado a la violencia derivada de su producción y consumo, ambos ilegales. La participación de redes criminales organizadas en su cultivo, procesamiento y comercialización hace que el tema se convierta en un asunto de seguridad interna pues a la par de los hechos violentos que implica su tráfico, está la inducción de nuevos consumidores aún en preadolescentes y la degeneración de sus conductas por la adicción generada.
El eje central de toda discusión aun no está plenamente claro: ¿hay bases científicas para certificar que su consumo no es dañino al organismo? Si tal y como dicen sus promotores, su consumo no pasa de provocar estados de euforia o relajación temporales y que no dejan secuelas, el tema entrará en escenarios donde la libertad del individuo debe pesar mucho. Pero si por el contrario, el consumo recreativo deja trazas a nivel corporal y genético, al grado de convertirlo en un problema de salud pública, la discusión es totalmente otra.