La importancia atribuida al nombre se comprueba a lo largo del tiempo en la perpetuación de un apellido, que no debe dejarse desaparecer y que ha llevado a muchos hombres a casarse por esa única razón. Del mismo modo, se pone a los niños el nombre de algún familiar, para perpetuar el nombre; estos niños se consideran, a menudo y en algunos países, como la reencarnación de sus antepasados. La fuerza reside en que ya portan un cierto prestigio familiar, pero a su vez poseen la ardua tarea de sostenerlo y no defraudar a los demás. En el caso contrario, si hablamos de los nombres propios que deben ser desmitificados nos encontramos con quienes poseen el mismo nombre que sus padres, sus abuelos, u antepasados. Estas personas cargan así con el “peso” de cumplir ciertos mandatos familiares. Su primera tarea con el nombre es desmitificar esto ante el resto de sus seres queridos y andar su propio destino. Aquí el nombre no tiene poder en sí, sino que se transforma en algo por lo que luchar.