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La culpa es la peor de las condenas. Como si de un parásito maligno se tratara, se adueña de nuestro interior, devorándonos y consumiéndonos. Generalmente, nos embarga cuando revisamos nuestras conductas y nuestras acciones y consideramos que no han sido las más adecuadas. Cuando herimos a alguien, causamos dolor, o generamos conflicto. Cuando creemos que hemos hecho algo 'malo'. Y sus efectos no se hacen esperar. Cuenta con aliados poderosos, como el remordimiento y el arrepentimiento, el malestar y la insatisfacción. Afecta a nuestras decisiones, conductas y relaciones, empezando por la que mantenemos con nosotros mismos. De ahí la importancia de cuestionar su función y reflexionar sobre cómo podemos liberarnos del peso que ejerce en nuestra vida.
Como todas las emociones, la culpa tiene una importante misión. Nos brinda valiosa información sobre las consecuencias de nuestras acciones. Ejerce de brújula moral, indicándonos el camino a seguir. Nos marca límites. Y nos propone redimirnos, rectificar, salir de nuestra zona de comodidad y disculparnos. O al menos, intentarlo. Eso sí, la culpa tiene mil caras. Cada persona la vive a su manera, y lo que a una persona le puede generar un tremendo sentimiento de culpabilidad a otra apenas le afecta. Hay quien no duerme por las noches por haber acusado en falso a un compañero, y para quien la misma situación supone un ligero inconveniente que desaparece al cabo de pocos días. Hay quien la decide acallar, con más o menos éxito, y quien opta por no hacer nada para aligerar su carga.
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