Todos encontramos momentos de felicidad de la forma más inesperada o más rutinaria y deberíamos dejar que nuestro espíritu se alimentara de los gestos sencillos, que no por repetitivos y esperados dejan de tener encanto, todo lo contrario: desde los más clásicos —una mañana de sol invernal o la lectura de un artículo que nos apela y conmueve— a los más alternativos —encontrar en un mercadillo el tebeo que nos encantó a los cinco años o el vestido de tus sueños a precio de saldo—.