Científicos de la Universidad de Oxford han tratado con éxito a pacientes con coroideremia gracias a una nueva terapia genética. Esta nueva terapia remplaza el gen defectuoso por uno normal.
La coroideremia es, de hecho, una enfermedad ocular degenerativa que puede conducir a la ceguera completa.
Durante la operación, los investigadores de Oxford levantaron en primer lugar la retina del paciente de manera controlada para después inyectar un virus dentro del cual se encuentra el gen sano.
“El gen de la coroideremia es importante porque produce una proteína que se llama REP1 y cuando esa proteína es deficiente en la retina las células mueren poco a poco y los pacientes desarrollan una visión en túnel que cada vez es más estrecha, explica el Doctor Robert Maclaren.
El concepto de la terapia genética es reinstalar esa proteína en las células a través de un virus dentro del cual se encuentra el gen sano”.
Los científicos de Oxford ya han tratado a un total de nueve pacientes.
Toby Stroh y Jonathan Wyatt se encuentran entre ellos.
Se estima que esta enfermedad ocular afecta solo a una persona de cada 50.000 pero los expertos aseguran que la terapia genética también podría utilizarse para tratar la retinitis pigmentaria, una enfermedad mucho más común.
Stroh y Wyatt se dicen muy contentos con la nueva terapia.
“Los resultados son reales y espero seguir mejorando en lo que a mis ojos se refiere. He avanzado mucho en mi recuperación y mi vida ha cambiado”, afirma Stroh.
“Ahora puedo leer en mi iPad sin tener que aumentar el tamaño de las letras”, dice Wyatt.
Los científicos aseguran que es demasiado pronto para sacar conclusiones sobre la terapia genética pero recuerdan que sus beneficios se han mantenido sin complicaciones en los pacientes tratados durante los dos últimos años.
En Tasmania, Australia, un grupo de científicos estudia gracias a unos pequeños sensores el comportamiento de las abejas. Su objetivo es descubrir por qué estos insectos se encuentran en declive.
La Organización para la Investigación Científica e Industrial de la Commonweatlh (CSIRO) trabaja con la Universidad de Tasmania, con apicultores y con agricultores para desarrollar esta nueva tecnología. Los sensores funcionan al aire libre pero donde se consiguen los mejores resultados es en el laboratorio.
“Las abejas son muy sensibles al calor, explica el investigador Paulo de Souza. Así que las traemos al laboratorio, las dormimos e implantamos el sensor. Es como si llevasen una mochila”.
Los científicos aseguran que estos sensores, de un peso de apenas cinco miligramos, no molestan a las abejas cuando transportan néctar o polen.
Una vez implantados en el insecto, los sensores facilitan información sobre su comportamiento y sobre el impacto de los pesticidas. También ayudan a entender qué condiciones son las más adecuadas para que las abejas mejoren su productividad.
“Por primera vez podremos saber a dónde van, asegura John Evans, agricultor. En el pasado, solo las veíamos entrar y salir de una caja blanca pero no sabíamos lo que hacían mientras”.
Los expertos trabajan ahora en el diseño de sensores de apenas un milímetro para poder implantarlos en insectos más pequeños como los mosquitos.